abril 24, 2024
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DESPUÉS DEL AISLAMIENTO

10 de septiembre, 2021

Miseria de la teoría : No poco han decepcionado los grandes intelectuales en esta circunstancia. Ningún esfuerzo por captar la enorme novedad del fenómeno de la peste: casi todos encontrando como conclusión su propia premisa, “hallando” la redundancia de sus presunciones previas. Un pensador sutil como Agamben hablando del estado de excepción, de lo que escribió hace casi dos décadas, reconfirmando lo siempre-ya-dicho. Zizek –otrora un teórico original y novedoso- buscando notoriedad con una insólita apelación a la reaparición del comunismo en gran reforma de su propia historia, contra cualquier evidencia y posibilidad efectivas. Según él, poco menos, el virus será revolucionario o no será. Byung-Chul-Han, con su módica posición de el-sistema-siempre-se-impone, advirtiendo otra vez sobre la llegada del mundo concentracionario e hipercontrolado, que se habría mostrado ya en su natal Corea. Y así siguiendo.

Berardi, que en sus últimos
reportes hizo una interesante sugerencia sobre las posibilidades que surgen de
la ralentización de la experiencia, comenzó depreciando la gravedad de la
situación en doble insistencia sobre lo “modesto” de su capacidad mortífera.
Agamben no había dudado en alertar sobre la “invención” de la plaga con fines
de cumplir las profecías foucaultianas sobre la gran ordenación estatalizada de
los cuerpos: de tal manera, lo mejor era no dejarse conmover por estos
designios maliciosos de las autoridades de turno. De ambas voces italianas
–justamente allí, donde las muertes y los contagios han proliferado a mansalva-,
se llamaba a no obedecer la palabra supuestamente tiránica que nos llamaba al
confinamiento casero. Al menos, Berardi luego rectificó su postura.

Los intelectuales somos los únicos que no debemos hacernos
responsables de las consecuencias de lo que decimos, señaló una vez Max Weber.
Lo cual no justifica abusar de esa prerrogativa. Bolsonaro y Trump son
justamente denostados por hablar de “gripecita” y llevar así al contagio y la
muerte a miles de personas. No puede acusarse de lo mismo a los intelectuales
italianos de los que hablamos, sólo podrán haber inducido a vanas rebeliones de
unos pocos lectores y amigos. Sin embargo, la irresponsabilidad es notable.
Solemos esperar de los intelectuales que estén a la altura de los desafíos de
la historia: en este caso, han pasado por debajo de la vara.  En vez de indagar la poderosa novedad del
fenómeno inédito, reconfirmar prejuicios. En vez de estudiar lo inesperado,
perorar y dar lecciones envejecidas. En vez de ayudar a cuidar lo elemental de
la salud, dar temerarios golpes retóricos que llevaron a subestimar la
pandemia. Eso sí, siempre en nombre de la excelsitud de la teoría y de la
emancipación imaginada.

¿Retorno del Estado?

Mucho se ha hablado de que la pandemia muestra que sólo el
Estado puede hacerse cargo del cuidado poblacional en las emergencias.
Efectivamente es así, y la situación ha sido elocuente. Por unas semanas, los
panegiristas del mercado callaron desde la impotencia: se habían quedado sin
discurso. Esta primacía del Estado –que cimenta las preocupaciones agambeanas
sobre el retorno totalitario-, está lejos de implicar que hayamos vuelto a una
condición previa a la globalización: el mercado sigue atravesando fronteras y
arrasando soberanías nacionales. Pero sin dudas que a la hora de la salud
pública y del vida o muerte, el mercado muestra su cara atroz de descuido e
indiferencia, de repetición automática de la ganancia como único norte. El
Estado, aún golpeado por las políticas neoliberales de tantos años, exhibe en
todo caso su necesidad y pertinencia, y de ello seguramente quedará rastro y
memoria para el futuro inmediato de nuestros pueblos. 

Pero a no exagerar, que ya el libremercadismo ha organizado
su respuesta. Apenas aparecieron las necesarias consecuencias recesivas del
obligado encierro colectivo, los profetas y voceros del establishment económico
recogieron el guante y lanzaron la idea de que “se ha abandonado la economía”.
Periodistas lascivos muestran números de “cómo han bajado los índices
económicos”. Obvio ¿verdad? En las inundaciones nos mojamos. Pero ellos lo
presentan como fruto de un “descuido” de las autoridades estatales. “Se ocupan
de la salud, pero no de la economía, y ésta, a largo plazo, es más importante”,
peroran. Ya tienen el discurso para cuando la pandemia sea recuerdo.

Con la esperable baja de la economía –gran ocasión para
repensar el futuro de la Humanidad-, los libremercadistas, atentos a su propio
interés, repetirán que “la culpa ha sido de los gobiernos, que privilegiaron la
salud”. Estaremos mal, entonces, porque no se atendió a la economía lo
suficiente, según estos ventrílocuos del capital concentrado.

El error a medias es más insidioso que la falsedad. Porque
es cierto: si hacemos el experimento mental de imaginar una cuarentena
necesaria de seis meses, se haría evidente que sería necesario violarla para
sostener la actividad económica que permitiera la reproducción social. O sea
que es cierto que, en algún nivel, la economía sirve también para sostener la
salud colectiva. Pero por supuesto, esto se cumple a medias si no estamos en
una organización solidaria de lo económico (solidaridad que se pone a prueba en
momentos de emergencia, haciendo evidente la reproducción ampliada del egoísmo
privatista). Mientras se mantenga la “acéfala” consumación del capitalismo (J.
Alemán), la pretendida necesidad de mover la palanca económica será sólo el
pretexto de los de arriba para sostener su abundante tasa de ganancia.

La policía

Ante la gravedad de la situación sanitaria, hemos encontrado
de pronto un rol de “policía buena” en esa institución tan denostada por su
función de control social y sus fuertes tendencias a la corrupción y
promoción/colaboración hacia el delito. Hemos podido advertir -como ha sucedido
también en algunas situaciones límite de la llamada “inseguridad”- que cierta
policía es necesaria, y que en la institución conviven con los violentos y los
corruptos, aquellos que tienen conciencia de su deber, y que buscan el sano
cumplimiento de la ley. No todos los policías son Chocobar, y en esta situación
de cuarentena, más de una vez hemos apoyado las acciones tendientes a reducir a
quienes han violado el encierro obligatorio, y hemos aplaudido que se vigile la
consecución y cumplimiento respecto de las medidas organizadas por los
gobiernos.

Pero el peligro del retorno a la impunidad no es sólo
potencial: se han registrado y denunciado hechos violentos protagonizados por
policías que han creído que “volvieron los buenos tiempos”. Algunos han
entendido que se reinstaló la permisividad para los abusos y violaciones a
derechos y garantías de la ciudadanía.

Será necesario recuperar, luego de la pandemia, los archivos
de denuncias sobre lo actuado en este tiempo desde el accionar policial, hacer
las investigaciones correspondientes y aplicar las sanciones cuando sean
pertinentes. Y, sobre todo, habrá que repensar el rol policial y trabajar con
el personal, para que quede claro  
-donde los gobiernos lo quieran- que éste debe limitarse a sus funciones
legalmente establecidas. En los casos de gobiernos que sean afines a la
represión social y/o política, serán los organismos de derechos humanos y las
organizaciones de la sociedad civil quienes deberán ocuparse de promover
condiciones de discusión colectiva sobre la cuestión, y sostener la exigencia
de acciones estatales en favor de una necesaria y efectiva reforma policial
generalizada.

Virtualidad real

Este monumental experimento planetario de control de
poblaciones es notorio que abriga peligros: quizá no marchemos a la
automatización generalizada de las prácticas –como profetizan Han o Agamben-,
pero sin dudas que ésa es una de las tendencias en pugna. También hay evidente
crecimiento en la valoración de la solidaridad y lo mancomunado: aunque a la
vez, se registran aumentos del miedo individual y colectivo. El mundo que
vendrá no será monocolor, no se deja describir en una sola clave, ya sea
emancipatoria o lúgubre. Difícilmente se lo pueda prever desde una expectativa
unilateral.

Dentro de las potencialidades que han surgido en este
período de excepción, está la del avance de la virtualidad. Contra cualquier
vaticinio, se pudo reconvertir la educación en su conjunto hacia procedimientos
virtuales, en cuestión de semanas. Profesores dictaron clases virtuales,
alumnos aprendieron las nuevas habilidades. Millones de trabajadores en el
mundo modificaron súbitamente sus rutinas, y de pronto advertimos que las
fantasías del trabajo-hecho-en-casa (tipo Toffler) no eran descabelladas, ni irrealizables.
La sociedad puede funcionar –con variadas excepciones, claro- haciendo que lo
virtual predomine sobre lo presencial.

Pongámonos fuera de la ingenuidad habitual que deplora de
las tecnologías electrónicas en nombre de la desaparición del “cara a cara”:
hemos tenido más caras presentes vía electrónica en una década, que quizá todas
las que tuvimos presencialmente a lo largo de nuestra vida.

Y, como supo inventar M. Castells, hay una “virtualidad
real”. Lo que ocurre en lo virtual no sucede en un trasmundo, sucede en el
campo de las condiciones efectivas. No imagino que estoy viendo a alguien por
pantalla y a distancia: es plenamente real que eso virtual acontece.

Hay toda una línea de pensamiento que muestra que la
tecnología no es contraria a lo humano, sino su continuidad. Discutible, cuando
atendemos la actual crisis civilizatoria: pero atendible, dentro de cierto
registro. Desde Mc Luhan a Simondon, la técnica no se percibe como un entorno,
sino como extensión de lo humano/social.

Pero ello no impide advertir los peligros que hacen a las
actividades laborales -podría reemplazarse mucho trabajo humano por vía
electrónica-, los problemas para derechos de autoría profesional (grabación de
las clases de los docentes, por ej., que podrían ser usadas incluso para
prescindir luego de estos), y el más grande de todos: la desocialización
generalizada de la existencia.

Si atendemos a que la sociedad son reglas e instituciones
–como decía Durkheim-, las instituciones bien podrían tender ahora a su
vaporización, a su evanescencia gradual por vía de una sociedad
generalizadamente virtualizada.

Habrá que discutir, pasada la cuarentena, los roles de lo
virtual. Aquello que lo virtual facilita, pero también aquello a lo que no
puede dársele lugar, aun cuando fuera “funcional” a cierta eficacia momentánea.
Una sociedad sin encuentro y sin agregación de la vivencia de cada uno de sus
miembros, sería una sociedad sin experiencia de lo colectivo. Por cierto, que
el agrupamiento, la asociatividad y la muchedumbre tienen aún mucho por aportar
en la historia. No puede aprovecharse la pandemia para que la utopía
cibernética pueda consumarse de una vez para siempre, aquí y en todo el
planeta.

Capitalismo o sociedad industrial

Marcuse
sostuvo alguna vez la discusión: la crítica que la Escuela de Frankfurt hacía
al capitalismo avanzado, en tanto crítica de la racionalidad instrumental,
valía en relación con la sociedad desarrollada en general, incluyendo al
productivismo del socialismo soviético.

Estamos ante una crisis civilizatoria: el grupo Chuang, en
su excelente trabajo sobre la pandemia en China, mostró que los virus crecen a
partir del abigarramiento de las aves de corral y otros animales (cerdos, por
ej.), producidos por su explotación masiva al ser objeto de tratamiento
industrializado. Tratamiento que promueve también el cambio de las fronteras
hacia el mundo animal no instrumentalizado aún, el cual queda también afectado
en su hábitat, y se hace carne de enfermedades potenciales.

La discusión sobre lo civilizatorio promovida por los
ambientalistas reaparece aquí con toda su crudeza: la instrumentalización
generalizada del mundo propia de la modernidad trae como consecuencia, no
deseada pero inmanente, la aparición de pestes recurrentes. No cuesta advertir
que en los últimos años han sido periódicas: vaca loca, gripe Aviar, Ébola y
ahora COVID-19.

Se señala entonces a la codicia automatizada del capital,
como el motor de la depredación generalizada de la naturaleza. Y ello es
indiscutible, pero a la vez no es evidente que una sociedad no-capitalista
tomaría un camino no industrial ni maquínico a los fines de su propia
supervivencia. 

El capitalismo agrega a la industria su función de autómata,
su no-parar en el avance interminable. En ese sentido, Berardi apuntó bien: es
la ocasión para aprender de una vida ralentizada. Es la ocasión de advertir que
el seguir-adelantesiempre es un espejismo al que nos condena la lógica
capitalista de la ganancia, ligada a la idea del crecimiento continuo y
perpetuo.

Pero es la sociedad industrial en su conjunto la que queda
sometida a cuestionamiento. Y con toda la ambigüedad que en ello se implica.
¿Habrá que practicar eso que algunos han denostado como “pachamamismo”? ¿Es
posible sostener al conjunto de habitantes de la Humanidad abandonando del todo
el paradigma del avance técnico/industrial?.

No lo sabemos. Pero sí sabemos que una lógica –la del
capital montado sobre la técnica- está encontrando sus límites. O ya los ha
hallado trágicamente. Habrá que revisar los principios. El capitalismo se
niega, seguirá su función de autómata. Pero es nuestro deber histórico someter
a cuestionamiento radical la idea prometeica del mundo organizado desde la
instrumentalización, y reafirmar la nostalgia heideggeriana de una mundaneidad
no colonizada por la compulsión al avance indefinido de la técnica. 

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. . . . . 

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Roberto Follari es Licenciado y Doctor en Psicología por la
Universidad Nacional de San Luis. Actualmente es Profesor titular de
Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo). Ha sido
asesor de la OEA, de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y
Acreditación Universitaria). Ganó el Premio Nacional sobre Derechos Humanos y
universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha sido director de
la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y lo es
de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo;
y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las
comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la
mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Venezuela,
México, España, Costa Rica, Chile y Uruguay. Autor de 16 libros publicados en
diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en
Filosofía, Educación y Ciencias Sociales.
 

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