3 de septiembre, 2021
Un golpe demoledor al sentido común vigente hasta hace unas pocas semanas. No siempre se puede ser testigo de la implosión de una manera de estar en el mundo, de construir lazos de dominio y sujeción fundados, supuestamente, en una ampliación de la libertad individual. Eso es lo que está pasando aceleradamente entre nosotros mientras el miedo global no disminuye pese a las múltiples intervenciones de los Estados y del aparato científico que promete alcanzar la meta anhelada de una vacuna que nos inmunice ante el COVID-19.
Por esas paradojas que de vez en cuando también se producen en el interior de la vida histórica, el mismo instrumento tan vilipendiado por la retórica neoliberal, el Estado, se ha convertido en el centro de cualquier posible solución al crecimiento de la pandemia. Antes se exigía menos Estado, menos involucramiento en los asuntos económicos y sociales; ahora se le pide que se haga cargo de la salud y que lo haga de una manera integral rompiendo uno de los artículos de fe del capitalismo “salvaje”: que el acceso a la salud no debiera ser un derecho humano ni conducir a un aumento del gasto que debe ser rigurosamente controlado para alcanzar la meca del equilibrio fiscal. Pero hay algo todavía más perverso en este imperativo del canon neoliberal: la creciente privatización de los servicios de salud, unida a la monumental fuente de ganancias y regalías que constituyen los activos de la industria farmacéutica, son un punto nodal del engranaje del Estado diseñado por los seguidores de Hayek y Friedman. En una sociedad donde se privilegia lo individual y lo patrimonial resulta contradictorio sostener sistemas de salud que se dirijan a lo común y colectivo. En una ideología que resalta el mérito y la toma de riesgo propia del individuo que se lanza a la aventura de realizarse a sí mismo, la salud pública es una piedra en el zapato, una contradicción en los términos porque premia al que carece de méritos o al que no ha hecho nada para alcanzar el éxito, mientras que perjudica a aquellos que se han esforzado por lograr objetivos que no vienen dados ni resultan de lo socialmente dado. “La sociedad no existe, sólo existe el individuo” sostuvo Margaret Thatcher acentuando, con una síntesis envidiable, el non plus ultra del neoliberalismo. Un mundo de individuos compitiendo entre sí, luchando a brazo partido por ser integrados al pelotón de los triunfadores, aquellos que se pueden pagar un buen tratamiento médico porque lograron, por mérito propio, autoabastecerse sin tener que chupar de la teta de la seguridad pública. En la sociedad del riesgo no puede haber lugar para los débiles o, peor todavía, para los perdedores. El COVID-19, su invisibilidad devastadora, puso en cuarentena la autoconfianza del individuo liberal en su capacidad de salvarse a sí mismo sin ayuda del Estado, de lo público y de lo común. Es difícil imaginar que la recomposición de una salud pública que atienda las necesidades del conjunto de la sociedad, y lo haga sin perseguir ganancia alguna, no choque de frente contra todo el andamiaje forjado durante cuatro décadas por el neoliberalismo. Algo no va más. Y en ese no ir más se plantean las preguntas respecto del “día después”, ese momento en el que supuestamente habremos dejado atrás al virus –al menos una vez más, pero a la espera de su regreso con nueva virulencia– sin por eso haber superado las causas que favorecieron su expansión planetaria. Quiero decir que la reconstrucción de un sistema de salud público y de acceso universal, que suponga un derecho inalienable y por lo tanto su gratuidad, arrastrará, inexorablemente, al edificio entero del neoliberalismo allí donde éste no puede negociar con su contrario absoluto. El capitalismo de la segunda posguerra se vio obligado a pactar con la clase trabajadora, tuvo que aceptar la arquitectura del Estado de bienestar en medio de una zozobra política y económica que amenazaba su continuidad (o al menos esa era la lectura que las clases dominantes hicieron en aquel contexto atravesado por el temor a la revolución social y al papel activo, en ese desencadenamiento, de la Unión Soviética). El neoliberalismo, su ontología para llamarla así, es antagónica a las implicancias estructurales que suponen reconstruir en la actualidad un Estado social. Un neokeynesianismo progresista (porque lo puede haber de extrema derecha e incluso liberal) constituye un otro impensable para la lógica de la financiarización que domina la época de la ortodoxia neoclásica. De ahí, que resulte difícil, por lo laberíntico, descifrar el camino que se abrirá el día después del final de la pandemia.
Ese catecismo que impregnó el sentido común en las últimas
cuatro décadas se ha convertido en letra muerta. Ya nadie lo recita. Ya nadie
lo reclama. Ya nadie busca imponerlo, aunque sigan persistiendo los nostálgicos
de la libertad absoluta, de la meritocracia y del sálvese quien pueda. Ni
siquiera el americanismo más radicalmente libertario ni la ampulosa
autosuficiencia de un Trump cada vez más caricatura de sí mismo, hoy pueden
sostener argumentos que se los ha llevado el viento huracanado causado por un
“bichito” invisible. Décadas de industria cultural y comunicacional, de
publicidad subliminal atravesando todo tipo de fronteras reales e imaginarias,
han mostrado, de la noche a la mañana, que las certezas y las creencias
dominantes han saltado en mil pedazos. Vuelve el Estado. Pero… ¿qué Estado y
para qué? ¿Apenas para amortiguar el espanto y las consecuencias catastróficas
de la pandemia? ¿Es posible que después del largo calvario todo siga igual? ¿Resisten
las sociedades una nueva repetición como en la crisis del 2008? Me apresuro a
señalar que tengo mis serias dudas de que, en esta ocasión, haya una
habilitación social como la que les permitió a los gobernantes neoliberales
rescatar a los bancos con fondos públicos devolviéndoles todas sus supuestas
pérdidas a la vez que se profundizaron todas las causas de la crisis de aquel
entonces. Quisiera creer que la pandemia, la ominosa sombra que recorre la
aldea global, nos está llevando a límites nunca antes vividos, al menos no de
este modo y en las condiciones de una sociedad como la nuestra. ¿Alguien puede
pensar que la rueda de la fortuna del capitalismo especulativo volverá a
echarse a rodar sin que nada la detenga? Algo conmovedor nos está aconteciendo
hasta el punto, eso esperamos, de abrirnos hacia otras dimensiones de la vida
social sabiendo, como crudamente se va mostrando en medio de la pandemia, que
siempre los más débiles (los pobres, las mujeres, las minorías, los pueblos
originarios, los discapacitados/as, los ancianos abandonados por sus hijos en
geriátricos convertidos en morideros, los indocumentados/as migrantes, los
trabajadores/as informales, los parias del mundo) son los que más expuestos
están, los que más sufren y los que menos reciben. Hoy sencillamente se ha
vuelto intolerable el abandono de los débiles como consecuencia de un Estado
jibarizado por el mercado y sus intereses. Y se vuelve visible e intolerable
porque también las clases medias han comprendido que el vaciamiento de lo público,
la mercantilización de la salud y la banalización de la seguridad social son
los flancos débiles por los que entra con toda libertad el virus matando sin
discriminación alguna. ¿Un antes y un después?
Álvaro García Linera, en una reciente conferencia, hace una
aguda descripción del derrumbe material y simbólico de la globalización
neoliberal. Señala que ha fracasado en todos los órdenes y que, suceda lo que
suceda, el día después ya no nos encontrará regresando al modelo estatal puesto
a disposición de la circulación libre de los capitales especulativos. “Cuánto
durará este re-torno al Estado –se pregunta García Linera–, es difícil saberlo.
Lo que sí está claro es que, por un largo tiempo ni las plataformas globales,
ni los medios de comunicación, ni los mercados financieros ni los dueños de las
grandes corporaciones tienen la capacidad de articular asociatividad y
compromiso moral similar a los Estados. Que esto signifique un regreso a
idénticas formas de estado de bienestar o desarrollista de décadas atrás no es
posible porque existen unas interdependencias técnicoeconómicas que ya no
pueden dar marcha atrás para erigir sociedades autocentradas en el mercado
interno y el asalariamiento regular. Pero, sin Estado social preocupado por el
cuidado de las condiciones de vida de las poblaciones seguiremos condenados a
repetir estos descalabros globales que agrietan brutalmente a las sociedades y
las dejan al borde del precipicio histórico.”
Este es uno de los polos de su reflexión y de las perspectivas
para el día después. La ilusión de regresar al Estado de bienestar como se
manifestó en las décadas siguientes a la segunda posguerra chocan de frente con
los cambios estructurales y tecnológicos que se vienen desplegando en los
últimos tiempos, cambios que han reconfigurado gran parte de las prácticas
sociales, económicas y culturales. Resulta ingenuo suponer que se trata de
reconstruir el funcionamiento sin más del Estado social sin tomar en cuenta el
estadio actual de la valorización capitalista y de las profundas mutaciones que
han disparado la agudización de la virtualidad y de la digitalización. Lo
lógica del capitalismo es antagónica a cualquier embridamiento –aunque haya
tenido que aceptarlo en algún momento de su travesía histórica cuando no tuvo
otra alternativa–, su naturaleza, para llamarla de este modo, lo impulsa a la
búsqueda constante de la maximización de la ganancia junto con la expansión
ilimitada de la apropiación de recursos que sigan garantizando su rentabilidad.
La astucia del capital ha sido, en otras etapas de su historia, asimilar a sus
críticos, volver en insumos propios las formulaciones contrarias, y atravesar
las crisis desde un lugar de fortalecimiento, aunque haya tenido que pactar en
algunos momentos. El Estado de bienestar fue el resultado de ese pacto que
forzó al capital a aceptar límites y a otorgarle a los trabajadores una parte
antes inimaginable de la distribución de la renta junto con la construcción de
esa extraña arquitectura que fue el Estado social. García Linera no ve un
escenario equivalente, pero no por la incertidumbre generada por la incapacidad
de la globalización de hacerse cargo de las demandas surgidas con el COVID-19 y
su transformación en pandemia, sino por problemas estructurales del propio
sistema de la economía-mundo. ¿Cómo compatibilizar el núcleo esencialmente
egoísta del capital con la trama de solidaridad que supone el acceso gratuito y
universal a la salud? ¿Cómo desandar el camino que llevó a la sociedad a su
fragmentación y a la desocialización sin desarmar, a su vez, todo el engranaje
que lo hizo posible? El virus, a su paso, deja desnudo al sistema. Pero eso no
significa que esté muerto. Seremos testigos de su esfuerzo denodado por
mantener el status quo, por intentar salir más poderoso de esta crisis como ya
lo hizo en otras ocasiones. El capitalismo se alimenta y se expande
aprovechando las crisis que genera. Veremos hasta donde nos lleva el COVID-19,
qué murallas rompe y qué posibilidades abre para ir más allá de la
globalización.
García Linera, a él seguimos leyendo, está convencido que
resulta quimérico imaginar un retorno tal cual al modelo de la financiarización
globalizadora. En todo caso, ve otros problemas que pasa a destacar en su
conferencia y que tocan el corazón de muchas de las preguntas que también me
hago en estos días de la cuarentena y a medida que crecen los dispositivos y
las plataformas tecnológicas como los grandes “actores” y, por qué no,
ganadores de la época. Le devuelvo, entonces, la palabra al ex vicepresidente
boliviano: “Ahora, otra de las paradojas del tiempo de bifurcación aleatoria
como el actual es el riesgo de un regreso pervertido del Estado bajo la forma
de keynesianismos invertidos y de un totalitarismo del big data como novísima
tecnología de contención de las clases peligrosas. Si el regreso del Estado es
para utilizar dinero público, es decir, de todos, para sostener las tasas de
rentabilidad de unos pocos propietarios de grandes corporaciones no estamos
ante un Estado social protector, sino patrimonializado por una aristocracia de
los negocios, como ya sucedió durante todo el periodo neoliberal que nos ha
llevado a este momento de descalabro societal.” ¿Qué duda cabe que uno de los
objetivos principales de los poderes reales es no solamente sostener su hegemonía
y su tendencia a la híper concentración de la riqueza, sino, a su vez, ampliar
los mecanismos de dominación a partir de los instrumentos informacionales y
digitales utilizados durante la pandemia global? De ahí que la segunda cuestión
que preocupa a García Linera es “si el uso del big data es irradiado desde el
cuidado médico de la sociedad a la contrainsurgencia social, estaremos ante una
nueva fase de la biopolítica devenida ahora en datapolítica, que de la gestión
disciplinaria de la vida en fábricas, centros de reclusión y sistemas de salud
pública pasa al control algorítmico de la totalidad de los actos de vida,
comenzando por la historia de sus desplazamientos, de sus relaciones, de sus
elecciones personales, de sus gustos, de sus pensamientos y hasta de sus
probables acciones futuras, convertido ahora en datos de algún algoritmo que
“mide” la “peligrosidad” de las personas; hoy peligrosidad médica; mañana
peligrosidad cultural; pasado mañana peligrosidad política.”
Hay un
cierto contacto entre estas preocupaciones de García Linera, lo que él llama
“la data-política” como nueva variante de la biopolítica y lo que sostiene
Byung-Chul Han del predominio del modelo “oriental” como salida
tecnoautoritaria también fundada en la expansión del Big Data y del algoritmo
como mecanismos de control social. Lo cierto es que el día después contiene
diversas posibilidades y abre interrogantes muy difíciles de anticipar sin caer
en miradas pesimistas o, al contrario, en cierta perspectiva bucólica e ingenua
que supone que
estamos ante una extraordinaria
oportunidad para cambiar radical y dramáticamente de formas de vida y de
organización de la producción, del trabajo y del consumo mientras pierde de
vista la capacidad del sistema para adaptarse y sobrevivir, incluso a golpes
muy duros como el que está sufriendo. Es obvio, suponer lo contrario sería una
ilusión peligrosa, que el poder real intentará apropiarse de esta crisis. Pero,
y esto está a la orden del día y no debemos subestimarlas, hay corrientes nuevas
y profundas en las sociedades que también se agitan y buscarán impedir que la
lógica brutal del capitalismo haga lo que sabe hacer: crecer y expandirse
aprovechando el sufrimiento de las grandes mayorías y el colapso de la
economía. El peligro de ir hacia una sociedad cada vez más panoptizada es más
que evidente; del mismo modo que el aislamiento social redefine las relaciones
corporales hasta un punto inédito. Nuestros cuerpos hoy se dejan atravesar,
para alcanzar cierto contacto con los otros, por las tecnologías digitales y
las distintas plataformas de comunicación que reemplazan la imposibilidad de la
cercanía corporal. Sus consecuencias están por verse, aunque la generalización
en nuestras cotidianidades enclaustradas de la virtualidad tecnológica augura
mutaciones insospechadas. Lo que ya era una tendencia global a la colonización
de nuestras prácticas por los soportes tecno-digitales hoy se ha convertido en
nuestra fuente absoluta de intercambios y de “contactos” con esos otros cuyos
cuerpos se sustraen por temor al contagio o, mejor todavía, por la
proliferación de protocolos de seguridad pública que impiden la cercanía
corporal. No hace falta citar a Foucault para comprender que una pandemia como
la que estamos sufriendo guarda dentro suyo una radical transformación de usos
y costumbres que redefinirán los modos de ser de la sociabilidad, de la
circulación del poder y de las prácticas emergentes. Lo que en todo caso está
anticipando con preocupación García Linera es la apropiación, por parte del
sistema, de esas tecnologías algorítmicas capaces de ampliar los mecanismos de
vigilancia –y punición– hasta niveles nunca antes alcanzados. Pero también,
junto con esa mirada crítica, aparece, en su visión, la fuerza del común para
encontrar caminos alternativos y en condición de antagonizar con el poder real.
No resulta verosímil que las sociedades actuales procesen del mismo modo la crisis del COVID-19 que como lo hicieron con la crisis económico-financiera del 2008. Un velo se ha corrido. Los ojos ciudadanos ya no ven lo mismo que veían antes de la pandemia. El Estado adquiere otra fisonomía. La vida y la muerte se estructuran de otro modo junto con el papel de la salud pública. La economía, su absoluta centralidad en el interior del capitalismo, se ha corrido, ya no ocupa ese núcleo irradiador de todos los sentidos del vivir ni se ofrece como la esfera primordial de las relaciones sociales. El virus invisible se coló entre los intersticios del capital, del consumo y de la maximización de la ganancia hasta hacer saltar en mil pedazos el sentido común de la época. Muy pocas son las ocasiones en las experiencias sociales, e incluso individuales, en las que se producen desequilibrios, rupturas y despliegue exponencial de la incertidumbre como la que hoy estamos experimentando. Es un momento único e insólito que puso en suspenso valores, creencias, prácticas sociales, políticas hegemónicas, ideologemas y lenguajes dominantes hasta el punto de que son muchas más las preguntas que aparecen que las respuestas que se ofrecen. La certeza de la infinitud del capitalismo, y todos sus correlatos, se ha derrumbado, aunque todavía no seamos capaces de imaginar lo que eso implica de cara al futuro próximo. Intuimos que nada será igual, pero no sabemos si la magnitud de los cambios será positiva o, al contrario, la profundización de lo peor de un sistema que al irse muriendo nos lastimará aún con mayor fuerza. Ese es, también, el interrogante que se desprende de la conferencia de García Linera; la tensión y la ambigüedad que recorre su discurso, la inquietud que nos devuelve. Y está bien que sea así. Las respuestas lineales y dogmáticas han sido desacreditadas por el virus. Por suerte. Por Ricardo Foster