abril 19, 2024
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Hay libros que viven historias

Hay libros que cuentan historias. Otros, además, mirándolos o agitándolos por si atinan a dejar caer algo, evocan momentos narrables que enmarcan la prosa que efectivamente se exhibe en sus páginas. Paradojalmente, alejados de su función principal, estos libros son, desde lo afectivo, el hilo conductor de vivencias extraordinarias que se producen fuera de ellos, más allá de las líneas consagradas de un escritor gigante. Lo que sí comparte el libro físico con ese otro “libro”, que se reescribe en la memoria al verlo, es el tiempo, sus páginas amarillas.

Yo cumplía dieciocho. A Javier lo había conocido hacía cuatro meses durante una madrugada en Bariloche: era el viaje de egresados y nuestras escuelas se hospedaban en el mismo lugar. Él estaba sentado a una mesa, sosteniéndose el mentón con la palma de la mano. Yo había vuelto unas horas antes de un boliche y lo vi. Esa madrugada duró lo que puede durar todo el tiempo de una novela: a él le dolía el amor; a mí me encantaba escuchar a un hombre al que le doliera el amor. Así, cada madrugada, nos reencontrábamos hasta que una noche sonrió y hablamos de que nos gustaba escribir, de lo que íbamos a ser “cuando fuéramos grandes”.

Mi libro todavía no había llegado; nosotros sí, ya habíamos vuelto a Buenos Aires.  Antes de mi cumpleaños, habíamos hablado cientos de horas por teléfono, aunque papá me hiciera señas para que cortara; aunque a papá, por entonces, no le gustara que me relacionara con un judío. En verdad, lo que no le gustaba a papá era que yo estuviera tan cerca de un hombre.

El cuatro de noviembre, Javier se unió a mi fiesta como un extraño entre mi gente de siempre. Doblemente extraño porque me había regalado un libro. Triplemente extraño porque había usado la primera página en blanco para escribir una dedicatoria en la que, por primera vez, a alguien se le había ocurrido reconocerme como escritora. Me dio vergüenza destruir el paquete que envolvía su regalo: se asomaban letras doradas y yo no sabía quién era Oliverio Girondo, pero me gustó mucho eso de Espantapájaros. Persuasión de los días, y me inventé una alegría que se desarmó en un abrazo. Pronto Javier se fue a vivir a Israel. Recuerdo mi dolor y hasta la mueca de alivio de papá. Y, como no existían sino las cartas o los llamados de larga distancia; como enseguida vino la universidad y una historia de amor de siete años, lo olvidé.

Pensé en él muchas veces. Había hecho un relevo con las chicas que lo habían conocido, pero nadie recordaba su apellido. Solo sabía que era Javier y creía que yo, a mis dieciocho, ya era escritora. Hasta que, en una última mudanza, agité el libro y cayó una foto en la que estábamos los dos en un boliche con las manos tendidas hacia adelante, palmas para arriba. La di vuelta y él me decía en 1995 (parecía que me lo decía ahora) que me quería mucho. No estaba firmada con su apellido; sin embargo, esta vez, fue muy útil saber que era judío. Recordé que iba a una escuela de la colectividad, filtré la búsqueda en Facebook, y lo encontré. Todavía vivía en Israel, pero como si el universo se hubiera acomodado a mis intenciones, como hace un narrador con su autor, Javier estaba, por poco tiempo, en su casa de la infancia, a unas cuadras de la mía.

Veinte años después de aquellas charlas, el libro de Oliverio, desde un extremo de la mesa, espiaba ese desayuno con tazones que humeaban, panes caseros y mucho dulce de leche. Más tarde, caminamos por Villa del Parque, lo llevé al edificio donde había vivido Julio Cortázar y, mientras él sostenía la cámara con el brazo extendido, repetimos la pose de aquella vieja fotografía. Y se fue, ya nunca más para el olvido.

Hay libros que se leen y se viven, incluso una y otra vez. Y otros que, además, se quitan el equipaje de los hombros y llegan a nuestras manos para vivir (ellos) una historia.

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