marzo 29, 2024
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La crónica de los nuevos caídos del sistema

No somos salvajes», dice Leandro una noche de mayo en la esquina de Yrigoyen y Solís. Tiene la chomba cerrada hasta el último botón y un pote de Casancrem en la mano: el guiso de arroz y verduras que sirven los voluntarios de Las Manos que Ayudan -un «programa de servicio» de El Arte de Vivir- a una fila de hombres silenciosos, con las miradas en un punto de fuga y el ánimo por el piso. Es otra actualización del paisaje posnuclear de la indigencia en la ciudad de Buenos Aires, una población que casi se duplicó en los últimos cuatro años.

Leandro cuenta su caída en un discurso articulado. Después de la ola de despidos del restaurante donde trabajaba, ya no pudo pagar el alquiler. Con toda la familia en Misiones, desde hace dos meses duerme en un cajero automático. A veces se queda hasta las seis y media, cuando llega el personal de limpieza. Pero si aparece un policía, le puntea la espalda y le grita: «No te quiero ver más acá». En la calle está conociendo niveles de crueldad inéditos. Cuenta que, a una persona que dormía a unos metros, un linyera le quemó los pies para marcar territorio. «No te acostumbrás», dice. «Te adaptás».

Está con dos amigos que también vinieron a comer. «Siempre fui menos que mi reputación», cita de la nada Ángel, el más jugado del grupo. Cosechaba fruta en Ledesma y vino a Buenos Aires porque quería libertad. Perdió su trabajo de bachero y empezó a dormir en una pieza de Retiro. Cristian, otro veinteañero, para en este lugar desde hace tres semanas, cuando ya no pudo alquilar un cuarto. «Hay gente que no tiene nada que ver y que está quedando en la calle», plantea. «Nos dejan afuera del sistema».

«La comida es una excusa. El yoga y la meditación les calman los pensamientos», explica una hora antes la voluntaria Marina Santilli sentada en un Starbucks de Callao. Empleada de marketing en una automotriz y estudiante de posgrado en la UADE, dice que los cursos de respiración y meditación de El Arte de Vivir (la organización que busca «reducir la violencia y promover los valores humanos» en 155 países) le cambiaron la vida: «Si discuto con alguien, trato de no quedarme con su resentimiento». Ahora es una de las 500 personas que reparten en la ciudad y zona oeste 130.000 viandas anuales, vegetarianas, porque «la carne genera más alteración y nerviosismo». Antes, asistió a los sin techo en distintas guardias hospitalarias y fue construyendo una mirada sobre ellos, que resume en una frase: «Siempre están rotos».

A mediados de 2018 -el año que terminaría con la inflación más alta desde 1991- la Dirección General de Estadística y Censos porteña informó que la ciudad tenía 565.000 pobres: el 18% de sus habitantes. En apenas doce meses, la indigencia (agrupa a quienes no pueden cubrir «un umbral mínimo de necesidades energéticas y proteicas») había subido de 114.000 a 173.000 personas. Otras 288.000 eran «no pobres vulnerables» y 259.000 «clase media frágil». Si bajaba su poder adquisitivo, caerían en la pobreza. Entre todos, sumaban el 36% de los porteños.

A fines de enero de este año se supo que los pobres de la ciudad ya habían llegado a 639.000 (el 20,9%), con 198.000 bajo la línea de indigencia. En estos casi cuatro años de Macri en la Casa Rosada, los índices muestran a integrantes de la clase media cayendo a la pobreza y de pobres cayendo a la indigencia. (Un relevamiento del Centro de Estudios de Ciudad de la UBA asegura que la brecha entre quienes reciben los ingresos más altos y quienes reciben los más bajos creció más del 33% durante la administración Cambiemos).

El 28 de marzo de este año el INDEC difundió las cifras del desastre a nivel nacional. En el segundo semestre de 2018 la pobreza había alcanzado al 32% de los argentinos, contra el 25,7% de 2017. Eran 14,3 millones de personas, casi tres millones más que el año anterior. La indigencia había trepado del 4,8% al 6,7%. Pero el Gobierno confirmó su programa en la conferencia posterior al anuncio. «Estamos convencidos del camino que elegimos», dijo el ministro de Producción Dante Sica. Carolina Stanley, una de las caras blandas de Cambiemos, reconoció: «Hoy es un día triste». La ministra de Desarrollo declinó participar de esta nota.

‘A vos también te puede pasar», decía la consigna de las 400 personas en situación de calle que marcharon el 23 de agosto del año pasado para exigir el cumplimiento de la Ley 3.706, que obliga al Estado a garantizarles salud, educación, vivienda, trabajo, esparcimiento y cultura. También reclamaban subsidios habitacionales (miles de pedidos terminan en amparos judiciales) y la apertura de los paradores públicos durante todo el día (solo permiten pasar la noche). La columna hizo una olla popular en Pavón y Entre Ríos, frente al despacho de Corach, que les pasó un mensaje: «Que me llamen mañana. Hoy, con la gente en la calle, no los recibo».

Las escenas de angustia callejera empezaban a formar parte de la vida cotidiana: una emergencia permanente que desgarraba el tejido de una ciudad castigada. Las ranchadas crecían en plazas y esquinas, puentes y autopistas, y hasta en los pasillos de Aeroparque. Las armaban ex profesionales y ex empleados, obreros desocupados y cartoneros que sumaban desgracias personales -problemas psicológicos, rotura de vínculos, adicciones- a la injusticia económica. Las organizaciones, que terminaron el segundo censo popular a fines de abril, calculan que hoy duermen a la intemperie al menos 7.000 personas. «Hay más familias con niños pequeños», dice Lucila Amuchástegui, de la asociación civil Ni Una Persona Más en la Calle. «Te das cuenta que son nuevos porque todavía conservan su mobiliario: silla, camita, heladera».

La relación con el Estado es tensa. «Las mujeres están con sus hijos, viene el Consejo del Menor y se los saca violentamente», denuncia Lucila, que da un ejemplo reciente: «Los chicos fueron al hospital porque había que constatar que no tuvieran lesiones. El padre firmó sin saber, porque es analfabeto, y le dijeron que después iban a poder verlos. Los hijos terminaron en un hogar de Vicente López y los padres tuvieron que arrancar un periplo judicial (Defensoría, Juzgado, Consejo) además de ir a visitarlos estando en situación de calle». En la asociación les dieron una SUBE cargada, se informaron de los trámites «y de las poquísimas probabilidades de que se los devolvieran». Después de hablar con otras organizaciones, supo que había muchos más casos así.

Más cómodo en la gestión urbanística -plazas y viaductos, puentes y autopistas-, al macrismo siempre le costó la empatía con la pobreza. A mediados de abril, el gobierno porteño impuso otra agenda bizarra: ¿está bien impedirles a los pobres comer de la basura? La prueba piloto de 24 contenedores que solo se abren con una tarjeta magnética entregada a los frentistas generó un cruce entre el dirigente Juan Grabois («lo que no se quiere es que los pobres vayan al centro de las ciudades: una política cosmética frente a una realidad dramática», dijo) y el ministro de Ambiente y Espacio Público, Eduardo Macchiavelli. «El Gobierno de la Ciudad no puede validar un sistema que no dignifique a la gente», declaró Macchiavelli. «Para combatir el hambre que puedan tener», cartoneros e indigentes disponían de «un montón de dispositivos», como los paradores.

El subsecretario Corach rechazó hablar para esta nota. Su equipo de prensa, que envió un mail con la firma del funcionario, explica que la ciudad tiene 27 paradores con «equipos sociales especializados». Cuando las temperaturas bajan de los cinco grados, el Plan Prevención del Frío habilita tres paradores adicionales, para llegar a 2.300 plazas. «Nunca están con capacidad superada», aseguran, y sin entrar en detalles cuentan que el objetivo es «retomar las rutinas más básicas, acompañando a las personas a dar el puntapié inicial para salir de su situación crítica y comenzar a pensar en una salida».

«Por empezar, no debería existir la figura de parador», se planta Amuchástegui. «Por ley, tienen que ser centros de integración con psicólogos, trabajadores sociales, área de salud y atención de consumo problemático, además de funcionar las 24 horas. Cuando no hay lugar para las familias, las separan. No pueden llevar sus cosas, no son seguros y no los tratan bien». En la web del gobierno porteño se listan diez paradores propios, aunque solo siete están abiertos todo el año y solo uno (el Centro de Inclusión Social Costanera) es exclusivo para familias. «El resto son polideportivos y lugares conveniados, que administran ONGs o fundaciones de la Iglesia», explica Horacio Ávila desde la organización Proyecto 7, que coordina los centros Monteagudo (con capacidad para 120 hombres) y el Frida (60 mujeres cis, trans y sus hijos). Cada vez llegan más personas que piden comer o bañarse, pero hay una lista de espera de 100 lugares en los dos.

El oficialismo también tiene 40 móviles para asistencia en la calle, un «tráiler con bebidas y alimentos calientes» y 700 empleados, entre los psicólogos y trabajadores sociales de Buenos Aires Presente (el programa que atiende a personas en condición de riesgo social) y los operadores del 108, la línea que recibe 95 llamados diarios para asistir a los sin techo, pero también para que los retiren de las fachadas. Cuando detectan que los derechos de los niños están siendo vulnerados, «tomamos una medida para hacer que esa situación no continúe», plantean. «Es un trabajo que hacemos todos los días, de manera silenciosa y sistemática».

El gobierno local destaca el programa Ciudadanía Porteña, un subsidio que -mediante una tarjeta precargada- financia alimentos, productos de limpieza e higiene, útiles y combustible para cocinar. El objetivo es garantizar a las familias vulnerables «que puedan realizar todos los días sus compras en el supermercado en el que cualquiera de nosotros compramos los alimentos, porque queremos que sobre todo puedan sentir dignidad», escriben desde el despacho. Los requisitos suenan imposibles si vivís en la calle: partida de nacimiento, certificar dos años de residencia en la ciudad y constancia de CUIL, entre otros. Con exigencias similares y un tope de 8.000 pesos, los subsidios habitacionales tampoco alcanzan. «Una pieza de hotel para una persona cuesta entre $8.000 y $10.000», dice Amuchástegui.

Cuando le preguntan a Corach si, más allá de las medidas urgentes, hay un plan para la salida definitiva de la calle, en su oficina dicen que «necesitamos poder contar con las ganas de la otra persona» y que ofrecen programas de asistencia, estrategias de resocialización y de reinserción laboral. El funcionario no respondió si las 2.300 plazas en paradores están disponibles todo el año, cuántos alimentos se reparten en los meses críticos, cuántas personas reciben subsidios ni los motivos del crecimiento de la indigencia durante su gestión.

El gobierno nacional calcula que el 46,8% de los niños argentinos son pobres, contra el 39,7% de fines de 2017 (las cifras de indigencia subieron del 7,6% al 10,9%). En su medición de la pobreza multidimensional -considera los derechos a la alimentación, la educación, la vivienda y la salud, entre otros-, la Universidad Católica Argentina estima que el 63,4% de los niños y adolescentes del país están privados de al menos un derecho y que el 51,7% vive en hogares pobres.

«Después de la crisis de 2001, el índice de pobreza era del 50% pero trepaba casi 20 puntos entre los niños», recuerda Sebastián Waisgrais, a cargo del área de Inclusión Social y Monitoreo de Derechos de la Niñez de Unicef. «Desde 2004 empezó a registrarse una caída fuerte, pero ni en los mejores períodos logramos romper un piso del 25%. En estos últimos tres años hubo un impacto muy fuerte sobre la situación de la infancia». La Asignación Universal por Hijo, que alcanza a casi cuatro millones de niños, tuvo efectos amortiguadores. «Reduce la pobreza infantil en un 30%», calcula el experto. «Lleva niños de la indigencia a la pobreza, básicamente porque mejora su situación nutricional». Aun así, dice Waisgrais, «un país cohesionado y socialmente integrado es inviable cuando la mitad de sus chicos tiene sus derechos vulnerados».

En su último estudio cualitativo, Unicef diseñó grupos focales, talleres y entrevistas para estudiar la situación en cuatro barrios de distintas provincias en el norte, sur y centro de Argentina. Lo que más impactó a Waisgrais «es que las escuelas empiezan a tener otros roles: no perder a los alumnos, que permanezcan en el sistema». Las prioridades pasan por la alimentación y el tratamiento de los problemas emocionales y cognitivos.

La precarización laboral, el déficit habitacional y la pérdida del poder adquisitivo «están impactando en la calidad de vida de las familias con niñas, niños y adolescentes, que restringen su consumo y ponen en riesgo su supervivencia», dice el informe. En dietas que ya eran casi exclusivas de harinas y azúcar, ahora se saltean comidas o se reemplaza la cena con mate. «Hay gente que cada diez días podía hacer milanesas. Hoy eso es impensable», dice la referente de un banco de alimentos, que agrega un dato sintomático: «Volvieron a aparecer familias enteras en los comedores, algo que hace mucho no se veía».

Los especialistas también detectaron un aumento de enfermedades como gastroenteritis y diarreas, asociadas a la recolección en basurales. «El año pasado eran 50 familias las que venían a buscar comida; ahora hay cerca de 150», calcula la presidenta de una asociación de recicladores. Mientras tanto, en hogares que no pueden pagar la calefacción hay más cuadros respiratorios y migrañas crónicas. Además aumentaron los episodios de violencia emocional y física hacia madres e hijos.

«En todas las plazas visitadas se señaló una disminución de la capacidad de cobertura estatal, debido a los recortes de gasto público y a la reducción del personal en salud», denuncia el estudio de Unicef, que también dio voz a los más perjudicados del ajuste. En una entrevista, una nena de 9 años contó que le cuesta prestar atención en la escuela porque «la panza hace ruidos». Un taller con adolescentes indagó sobre las definiciones de pobreza. «Una casa de chapas, palos o cartón», describió uno. «Enfermar y no poder comprar medicinas», agregó otro. Y cuando un psicólogo quiso saber qué era la crisis, un chico de 10 respondió: «Para mí, dejar de jugar».

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